¡QUÉ BELLO ES MORIR!

RUBÉN.- Marqués, la muerte muchas veces sería amable si no existiese el terror de lo incierto.
Luces de Bohemia
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN

A raiz de la polémica que ha surgido en Gran Bretaña, y por derivación en el resto del mundo, cuando el periodista Ray Gosling, de 70 años, confesó en la BBC haber matado a su amante, enfermo de sida terminal, asfixiándole con una almohada para evitar su sufrimiento; me ha parecido muy pertinente reflexionar sobre un tema tan mal resuelto en nuestra cultura como es el de la muerte. Ya sea inducida, eutanasia, suicidio o suicidio asistido.

Yo decidiré cuándo ha llegado la hora de morir.
Para mí no es hablar por hablar, el suicidio sería un fin completamente natural.
INGMAR BERGMAN


Así de contundente se expresaba el gran cineasta sueco unos años atrás, cuando contaba 82. Es del todo comprensible que alguien de su edad y con su reconocida sabiduría, haya engendrado aplomo suficiente para expresarse de esa forma. Claro que los hay también que son extremadamente asequibles al desaliento por naturaleza, y tienen ideas originales al respecto:

No comprenderé nunca por qué nadie se suicida en pleno orgasmo, por qué la supervivencia no parece anodina y vulgar. Ese estremecimiento tan intenso pero tan breve debería consumir nuestro ser en una fracción de segundo. Ahora bien, puesto que él no nos mata, ¿por qué no matarnos nosotros mismos? Existen tantas formas de morir... Nadie tiene, sin embargo, suficiente valor o suficiente originalidad para escoger semejante final, el cual, sin ser menos radical que los demás, posee la ventaja de que nos precipita en la nada en pleno gozo.
E.M. CIORAN
En las cimas de la desesperación

Cito a Ciorán con una cierta prevención, no porque no lo considere lúcido e interesante, sino porque creo que es conveniente introducirse en su enquistado pesimismo con el sentido del humor bien ajustado y dispuesto, siempre que lo consideremos necesario, a dar la vuelta a sus planteamientos. Pero volviendo a las palabras de Bergman, debo decir que a mí me suenan totalmente naturales. No sólo las comparto, sino que las considero lógicas y bien meditadas. La muerte voluntaria de uno mismo es un derecho que todo ser humano adquiere desde el momento en que se ve obligado a firmar un contrato con la vida, cuya cláusula más destacable, en cualquier cultura y religión, nos prohibe disponer de las vidas ajenas a nuestro antojo. Que sean tantos los que se salten esta cláusula, e impunemente más de los que debieran, no quita para que cada cual disponga de su vida a su manera. Si es para preservarla y salvarla hasta el final que imponga la naturaleza o las máquinas, sea. Si no, cada cual debe ser libre de acogerse a la opción que más le plazca. Si estamos en paz con nosotros mismos, ¿qué puede importarnos?

...me tranquiliza saber que moriré, ninguna otra cosa me tranquiliza tanto, me consuela de todos mis esfuerzos tener la seguridad de morir...
THOMAS BERNHARD
En las alturas

El problema es que no estamos en paz con nosotros mismos y vivimos temerosos la mayor parte de nuestra vida. Miedos infundados se confunden con otros más reales y punzantes y nos mantienen subyugados, en mayor o menor grado, a una especie de angustia existencial que, para algunos, puede resultar de lo más cioranesca:

Si los seres humanos dejan un día de poder soportar la monotonía y la vulgaridad de la existencia, toda experiencia extrema se convertirá entonces en un motivo de suicidio.
E.M.CIORAN
En las cimas de la desesperación

Bueno, bueno, ya sabemos cómo se las gasta Cioran, siempre al borde de lo inevitable. No es necesario desesperarse, ni tomárselo a la tremenda. Otros han reflexionado sobre este asunto con menos pasión y más racionalidad:

¿Qué es suicidio? ¿La muerte voluntaria? Pero nadie muere voluntariamente. La renuncia a la vida y la entrega a la muerte se produce por debilidad en todos los casos, y tal debilidad siempre es la consecuencia de una enfermedad del cuerpo o del alma, o de ambas cosas. Uno no muere si no está conforme con ello...
THOMAS MANN
La muerte
La voluntad de se feliz y otros relatos

No es mi deseo hacer apología del suicidio, tan sólo no quiero privarme de su reflexión. Y no sólo eso, sino que espero poder disponer de esa opción el día que mi ser me lo pida, si es que eso llega a suceder alguna vez...

...la vida no es cosa tan vil que deba ser prodigada, ni tan cara que deba ser conservada torpe y cobardemente cuando el honor exija renunciar a ella.
THOMAS MORE
Utopía

Supongo que, cuando Thomas More escribía estas palabras, ignoraba que llegaría el día en que un atajo de salvajes, encabezado por el entonces rey de Inglaterra Enrique VIII, le obligarían a aplicarlas a sí mismo, y acabaría protagonizando una de las muertes más dignas y elegantes de la historia de la humanidad. Leamos lo que nuestro gran Francisco de Quevedo dejó dicho al respecto:

Morir con elegancia es una de las cosas más difíciles que existen. Y cuando se muere por mantener la propia independencia espiritual crece la dificultad. La muerte de Thomas More es, sin duda alguna, la más elegante y serena que registra la historia de los mártires de la libertad de conciencia.
Prólogo al libro de More,
en la edición de la Editorial
Apolo de 1937

La Utopía de Thomas More es un libro fascinante, innovador, tremendamente moderno en sus planteamientos, rebosante de saber y de inteligencia. Leerlo es un gustazo. A pesar de haber sido publicado en 1516, pronto hará cinco siglos de ello, sus palabras siguen estando a la orden del día, mostrando en cada nueva lectura que su autor fue un visionario excelso e intachable, justo y bondadoso, con un sentido ético y moral muy por encima de sus circunstancias y de las que la cobarde y acomodaticia inercia de la naturaleza humana ha ido estableciendo en el transcurso de los siglos.

Uno de los temas que More trata en su libro es la muerte. Un asunto tan peliagudo y escabroso en nuestros días como el de la eutanasia, es manejado por este hombre ejemplar con una naturalidad y una honestidad tan flagrantes que no estaría de más que todos esos gobernantes y leguleyos que dictaminan lo que está bien y lo que no en el mundo actual, leyeran estas páginas y no nos marearan más con sus reticencias hipócritas y su más que dudoso sentido moral en lo referente a esta cuestión:

A los que padecen algún mal incurable, hácenles compañía, platicando con ellos, y esfuérzanse en aliviar en lo posible su mal. Si éste es absolutamente incurable, y el enfermo experimenta en consecuencia terribles sufrimientos, los sacerdotes y magistrados exhortan al paciente diciéndole que, puesto que ya no puede realizar ninguna cosa de provecho en la vida y es una molestia para los otros y un tormento para sí mismo, ya que no hace más que sobrevivir a su propia muerte, no debe alimentar por más tiempo la peste y la infección, ni soportar el tormento de una vida semejante, y que, por lo tanto, no debe dudar en morir, lleno de esperanza de librarse de una vida acerba cual una cárcel y de un suplicio, o en permitir que otros le libren de ella. Con la muerte sólo pondrá fin no a su felicidad, sino a su propio tormento. Y como es ese el consejo de los sacerdotes, intérpretes de la voluntad de Dios, proceder así será obra piadosa y santa.
Los que son persuadidos se dejan morir voluntariamente de inanición o se les libra de la vida durante el sueño sin que se den cuenta de ello. Este fin no se impone a nadie, y no dejan de prestarse los mayores cuidados a los que rehusan hacerlo. Mas honran a los que así abandonan la vida.

Así se hacen las cosas en Utopía. La primera vez que leí estas palabras, tuve que releerlas de nuevo, como a menudo me sucede con los autores clásicos, incrédula ante lo que me pareció planteado con tan atinadísima coherencia, ¡y tan actual! Y llegué a la conclusión de que a los mandatarios de nuestros días, que no dudan en sembrar la muerte, bombardeando países enteros cuando les parece, o en acoger y prodigar toda suerte de privilegios a los más sangrientos dictadores y quedarse tan panchos, les importa un comino la honra y la dignidad de sus conciudadanos. Pues si no, es imposible entender cómo pueden mostrarse tan remilgados a la hora de permitir que alguien que desea morir, por no poder vivir ya en condiciones, pueda hacerlo dignamente y en paz; y mostrarse tan tolerantes, en cambio, con la muerte de millones de seres humanos por motivos más que evitables si el mundo estuviera gobernado con honradez. La muerte tenía un precio. Y lo sigue teniendo.

En ese mundo de muerte, nos vemos obligados a pasar nuestra vida, despojados de principios, parapetados tras unos divertimentos vacuos cuya principal misión consiste en alejarnos de la vida de la muerte, e instalarnos en una muerte en vida.

Al fin y al cabo, si un hombre está vivo siempre existe el peligro de que pueda morir, aunque debe concederse que en proporción es menor si, para empezar, se trata ya de un muerto en vida.

HENRY DAVID THOREAU
Walden

Como ya dejé claro en mis primeros escritos, tengo la intención de ocupar mi vida en tratar de afrontarla con el mínimo de angustias posible. Y creo, justamente, que una de las técnicas que mejor puede contribuir a ello, consiste en tratar de encarar la muerte sin aspavientos ni melodramatismos innecesarios, sencillamente con naturalidad.

¿Cuántos andamos por ahí, no del todo vivos, porque una parte de nosotros no avanzó, sino que murió con su madre o padre, o con cualquier otra persona querida o hasta, en ocasiones, con un animal de compañía? El hecho aterrador e incomprensible de la muerte es lo suficientemente difícil de aceptar y asimilar, incluso con las enseñanzas más luminosas, con el apoyo más tangible, más cariñoso -cuánto más lo será si no existe ayuda para comprenderlo, para aceptarlo, para hablar de la muerte-. ¿Cómo puede uno ni siquiera comenzar a entender la muerte cuando éste es un tema de conversación apenas admisible en sociedad? La muerte sigue siendo barrida bajo la alfombra, sigue encerrada en las mazmorras, como lo estaban los locos no hace tanto tiempo.
LAURA HUXLEY
Este momento sin tiempo

Hablemos, pues, de la muerte con total normalidad, para que no nos coja desprevenidos cuando llame a nuestra puerta. Pues aunque queramos hacer oídos sordos a presencia tan ingrata y trágicamente inexorable, su deber inapelable es apartarnos de la vida para siempre, independientemente de nuestra condición. Jóvenes y viejos, enfermos y sanos, ricos y pobres, guapos y feos, instruidos e incultos, dichosos o desgraciados, a todos la muerte nos quiere por un igual y, cuando es su capricho solicitar nuestra compañía, no hay nada, absolutamente nada, que nosotros, simples mortales, podamos hacer. Ya los clásicos lo expresaron escueta pero certeramente, como Montaigne muy bien recoge en su ensayo De cómo filosofar es aprender a morir:

Todos estamos forzados a llegar al mismo término. Agítase en la urna la suerte de todos y, saliendo antes o después, llévanos en la barca fatal al eterno destierro.
HORACIO
Odas

Ningún hombre es más frágil que los otros; ninguno más cierto del mañana que los demás.
SÉNECA
Epístolas


No es menos cierto, empero, que es cosa muy distinta afrontar la propia muerte que la de los demás. Ésta última nos asfixia con una resaca de dolor terrible, porque en la vida nos deja, con nuestras penas y nuestro desconsuelo. Pero antes de ocuparnos de ese trance tan doloroso, hagamos acopio de valor y plantemos cara a nuestro fin ineludible con valentía, puesto que algún día llegará nuestra hora y obligados estaremos a sacar lo mejor de nosotros mismos.
En el poema titulado Muerte, escribe William Buttler Yeats:

Ningún miedo y ninguna esperanza acompañan
a ningún animal agonizante;
un hombre espera su fin
temiéndolo y esperándolo todo;

Absurdo me parece, al fin y al cabo, temer la muerte de uno mismo, pues...

...¿por qué temer la pérdida de una cosa la cual una vez perdida no podemos lamentar? Estando amenazados de tantas formas de muerte, hay más mal en temerlas todas que en sufrir una. Dijeron a Sócrates: “Los treinta tiranos te han condenado a muerte”, y él repuso: “Y a ellos la naturaleza”. Necio es apenarnos en el trance del paso a la extinción de toda pena. Así como el nacimiento hace nacer para nosotros todas las cosas, así las matará para nosotros nuestra muerte.
MONTAIGNE


¿No os parece? Que la muerte llegue cuando tenga que llegar, y cuando eso suceda, que nuestro ser esté dispuesto para la ocasión. Librémosnos a nosotros mismos y a nuestros seres queridos de un espectáculo bochornoso y cobarde. O esperpéntico, como la madre de aquel empleado de la funeraria “Claro de los Sururros” de la maravillosa novela de Evelyn Waugh, Los seres queridos: “... después de arruinarnos, mi madre se hizo del Nuevo Pensamiento y no admitía la existencia de la muerte”.

Hagamos las cosas con clase. La muerte existe, ¿qué le vamos a hacer? Meditemos, pues, en ella con serenidad:

Meditar en la muerte por adelantado es meditar por adelantado en la libertad, y quien aprende a morir ha desaprendido a servir. No hay mal alguno en la vida para quien entiende que la privación de la vida no es un mal. El saber morir nos libra de toda sujeción y restricción.
MONTAIGNE

Ay, Montaigne, Montaigne, ¡tú sí que eres un crack! ¡Qué bien expresas siempre tus ideas! ¡Y qué ideas! ¡Qué espíritu el suyo! Y no hay que olvidar que ese genio y esa maestría proceden del torreón de un castillo, en pleno siglo XVI. Sí, contemporáneo de Thomas More. Y de Erasmo. Y de Rabelais. ¡Caramba, debió de ser interesante ese siglo XVI..!

Y es que los que han filosofado y reflexionado sobre la naturaleza humana con sabiduría, por muy alejados que estén de nosotros en el tiempo, están irremisiblemente cerca de nuestro espíritu, de nuestra mente, de nuestro corazón. Están dentro del auténtico motor del ser humano. Por eso nunca debemos dejar de leerlos. Porque sus aportaciones son tremenda e inagotablemente ricas. Porque son ingeniosos, chispeantes, lúcidos, originales, geniales y modestos. Su generosa modestia les permite conquistar nuestro espíritu, nuestra mente y nuestro corazón, por consistir precisamente su maestría en saber llegar a ellos.
Los grandes de verdad poseen una habilidad comunicativa única que les permite hacerse rápidamente con nuestro entendimiento y sintonizar las antenas de nuestra alma en la onda adecuada. Por eso podemos acudir a ellos desde cualquier momento histórico, independientemente de cuál sea nuestro presente y nuestra realidad social o personal, o el tema que nos ocupe. Siempre resultan gratificantes y útiles para desatascar las cañerías del conocimiento.

Vale, pero yo debo proseguir con mi tarea de mantenimiento en las cañerías de la muerte, que están obstruídas por el montón de prejuicios y de tabús que han ido acumulando con el paso de los siglos. ¡Y apestan!

La psicóloga Sallie Nichols estudió y profundizó en la psicología arquetípica en el Instituto C.G.Jung de Zürich, mientras el gran maestro estaba al frente, y escribió, años más tarde, un libro fascinante sobre el simbolismo del Tarot, materia en la que es una gran experta y de cuya enseñanza se encarga en el Instituto C.G.Jung de Los Angeles: Jung y el Tarot. Un viaje arquetípico.
Uno de los veintidós arcanos mayores del Tarot es el correspondiente a La Muerte. Curiosamente, es el número 13, no sé si acaso por ello ese número es, para algunas personas, gafe. En cualquier caso, las reflexiones que hace Sallie Nichols sobre la muerte son muy interesantes:

El pensamiento de la muerte física nos paraliza de horror. Sin embargo, cada día nuestros cuerpos físicos avanzan con pasos gigantescos hacia las puertas de la muerte. El problema es, por supuesto, cómo ayudar a nuestras almas a que se muevan al mismo ritmo que nuestros cuerpos. Cada vez que nuestro espíritu queda rezagado, entorpece el fluido natural de la vida que va del nacimiento a la muerte, ahogando el aliento vital con costumbres “muertas” y conceptos anticuados.

Y eso es muy interesante, porque precisamente La Muerte tarotística simboliza casi siempre una transformación acusada en la vida del individuo. Algo muere, para que algo nazca. Será necesario, empero, comprobar el resto de cartas que acompañen la tirada, para saber si el cambio que se avecina es terriblemente chungo o terriblemente benéfico. Puede que resulte doloroso pasar por ese trago, pero a buen seguro que la naturaleza nos lo impone para ayudarnos a crecer. También, en ocasiones, nuestro comportamiento anterior habrá sentado las bases de lo que se nos avecina, seamos o no conscientes de ello, y nosotros mismos nos habremos buscado el fin que se nos depara. Sea como sea, debemos entender que, con frecuencia, la muerte es un trámite necesario que debemos afrontar para poder dar vida a otras partes de nuestro ser:

Si uno da vida, necesariamente debe dar muerte, porque la vida termina en la muerte y debe ser renovada mediante la muerte.
ALDOUS HUXLEY
La situación humana


¿Qué sería de nosotros sin la necesaria dosis de muerte y de putrefacción? Nuestros campos la agradecen, y para que unos animales vivan, otros deben de morir. "Morir es necesario para vivir", escribe Krishnamurti. Y vivir es necesario para morir. Si sabemos vivir, sabremos morir. Volvamos al libro de Sallie Nichols y veamos lo que Jung dice al respecto:

Jung también indicaba la idea de que vivir la vida plenamente es la manera natural de acercarse a la muerte. Como psicólogo, conoció los sueños de cientos de personas de edad avanzada. Descubrió que el inconsciente de aquellos que se acercan a la muerte no hablaba en los términos de rondar el gran final de la vida; por el contrario, los sueños de las personas de edad parecían continuar como si la vida misma siguiese. Se le preguntó también a Jung cómo debía prepararse uno para morir, a lo que respondió que uno debía continuar viviendo como si la vida durara eternamente.

Un gran consejo, sin duda. Lo comparto al cien por cien, y paréceme, pues, que una cosa está clara: para acceder a la muerte sin miedos ni pesares, es condición indispensable haber sabido llevar una vida plena. Saber vivir es lo único que nos garantiza, sin ningún asomo de duda, saber morir. Si hemos sido capaces de imprimir a nuestra vida un rumbo que nos satisfaga, no debe importarnos que el momento de darle fin llegue antes o después, de manera esperada o inesperada, con sufrimiento o sin él. Estar a gusto con uno mismo es la mejor garantía de afrontar una muerte feliz.

Si os habéis aprovechado de la vida, debéis encontraros hartos: idos ya, satisfechos.
Si no habéis sabido usarla y os ha sido inútil, ¿por qué os enoja perderla? ¿Para qué la queréis?
MONTAIGNE
Ensayos

La muerte de los demás, en cambio, la sobrellevamos de muy diversas maneras o nos resbala, directamente. Me refiero a la de los demás seres humanos, claro, pues supongo que nadie alberga ningún tipo de duda sobre lo irrespetuosos que somos los humanos con los otros seres vivos. Lo somos con nosotros mismos y los nuestros, ¡imagínate con los otros! Los que manejan los hilos de nuestro planeta acostumbrados nos tienen a todo tipo de muertes, desde tiempos inmemoriales. Si bien la ciencia médica se ha visto beneficiada de avances científicos y tecnológicos de todo tipo, que nos han permitido realizar grandes progresos en el campo de la vida humana; la muerte sigue estando muy presente en nuestra civilización, entre otras cosas, porque:

El progreso es únicamente válido para el pensamiento puro. Las matemáticas de Einstein son evidentemente superiores a las de Arquímedes. El resto, prácticamente lo más importante, ocurre de la corteza cerebral para abajo. Y su centro es el corazón. (...) El hombre no progresa, porque su alma es la misma.
ERNESTO SABATO
Antes del fin

¡Cuán cierto es! ¡Cuánto espanto y cuánto horror se ven obligados a sufrir millones de seres humanos por culpa de la deshonesta ambición de otros! Pero, por favor, maestro Sabato, prosiga:

Al parecer, la dignidad de la vida humana no estaba prevista en el plan de globalización. La angustia es lo único que ha alcanzado niveles nunca vistos. Es un mundo que vive en la perversidad, donde unos pocos contabilizan sus logros sobre la amputación de la vida de la inmensa mayoría. Se ha hecho creer a algún pobre diablo que pertenece al Primer Mundo por acceder a los innumerables productos de un supermercado. Y mientras aquel pobre infeliz duerme tranquilo, encerrado en su fortaleza de aparatos y cachivaches, miles de familias deben sobrevivir con un dólar diario. Son millones los excluidos del gran banquete de los economicistas.

Por no hablar de los que mueren devorados por la inhumanidad de tantos y tantos seres humanos. Unos son psicópatas, otros terroristas suicidas. Unos no tienen escrúpulos, otros tienen mala suerte. Unos nacen a miles de quilómetros de Wall Street, otros defienden a su país. Unos trabajan en condiciones lamentables, otros lamentan su propia condición. Unos se sientan al volante de la muerte, otros devoran substancias que les dejan sentados para siempre. Y así podríamos proseguir de manera tétrica e interminable.

Nuestro planeta es un escenario constante en el que la muerte escenifica toda clase de tragedias ininterrumpidamente, a todas horas. Nos quejamos de la muerte en la ficción, pero la realidad está impregnada de ella. ¿A quién queremos engañar?

Deberíamos estar agradecidos por no poder contemplar los horrores y el envilecimiento esparcidos alrededor de nuestra niñez en aparadores y estanterías, por todas partes.
GRAHAM GREENE
El poder y la gloria

Pero ya eso cambió. La técnica nos permite contemplar los horrores de la muerte desde nuestra niñez. Crecemos con la muerte y la desgracia amenizando nuestras comidas a través de los informativos de televisión. No sólo oímos hablar de ella, ¡la vemos recreándose, día tras día, y manifestándose de las más variadas y horribles maneras! La muerte es noticia. La vida, no. Tal vez por eso estamos inmunizados contra ella y es terriblemente escaso el número de personas que se conmueven ante la muerte ajena. Ante la muerte de seres humanos que desconocemos, con los que no tenemos trato alguno. No importa que sean cientos, miles o millones los que sucumban a la tragedia de la muerte. En lo que a la mayoría de seres humanos concierne, son cosas que pasan.

Todo cambia, sin embargo, cuando muere alguien cercano a nosotros. Cuanto más cerca de nuestra vida se encuentre la muerte ajena, más nos afecta. Aunque se trate de alguien que no conozcamos personalmente. Si la muerte no se halla a miles de quilómetros de distancia, sino en nuestro propio país, le prestamos más atención. Si visita nuestra ciudad, nos alarmamos. Si alguien de nuestra calle es la víctima, nos asustamos. Y si la cita mortuoria está reservada para alguien con quien nos unen lazos afectivos, entonces nuestro desconsuelo no conoce límites. Somos así.

Perder un ser querido es uno de los peores tragos por los que el ser humano está obligado a pasar. La impotencia nos machaca el ánimo y nos lo hace picadillo, llegamos a pensar que ya nunca más volveremos a levantar cabeza. Pero una de las lecciones de la vida consiste precisamente en aprender a superar la muerte. Y la mayoría lo logra, aunque, como decía Laura Huxley, "una parte de ellos muera con su ser querido".

En la entrevista que Ingmar Bergman concedió a la televisión sueca, junto con su actor favorito, Erland Josephson, que tengo grabada en vídeo, y de la que extraje las palabras iniciales de este escrito, hablaba también del tremendo dolor que sintió cuando se murió la que fue su esposa durante 24 años, Ingrid von Rosen:

A menudo bromeábamos con que yo me moriría primero, pero ocurrió lo contrario. Ha sido lo más doloroso que he experimentado y de alguna manera me ha dejado inválido. Saber que nunca volveré a estar con ella, que no puedo volver a conocerla, es un sentimiento devastador.

Cuando queremos bien a otros, no queremos, lógicamente, ningún mal para ellos y menos que un golpe fatal los destierre al mundo de la muerte, y no podamos volver a verles ya nunca más. Para nosotros, el golpe no es físicamente fatal, pero lo recibimos, terrible y despiadado, en mitad de las entrañas y nuestro corazón tiñe de dolor todo nuestro ser. Los que mueren se liberan de sus compromisos existenciales; nosotros, en cambio, debemos seguir apechugando con el peso de nuestra vida, y hacerlo absolutamente abrumados por el pesadísimo saco de lastre del sufrimiento con que ahora nos carga el destino. ¡Ese sí que es un lastre duro de llevar! Nos mantiene anclados en el calvario del tormento, pero no nos exonera de nuestras obligaciones. Debemos seguir, como si nada hubiera pasado. Y eso sí que es penoso. Tampoco tenemos intención de desprendernos de ese saco de lastre, por el momento, ya que, en lo que a nosotros respecta, todavía no lo consideramos como tal. Y es comprensible. Pero más vale que empecemos a hacernos a la idea de que lo es y de que es preferible que nos deshagamos de él en cuanto lo consideremos oportuno.

Hay que dejar abiertas las escotillas de nuestro ser para que el dolor salga y se sulfure en el exterior, no en el interior. Debemos dejar que se desahogue, sin agobiarle, no sea que le dé por cabrearse y decida quedarse de okupa en nuestro espíritu y nos haga la vida imposible. Entonces, nos obligaría a vivir prisioneros en su submarino, donde, por cierto, no habita ningún fascinante Capitán Nemo que nos engatuse con su original maestría en el manejo de las oscuridades. Tampoco debemos agobiar a los demás, tiranizándoles con la impotencia de nuestro dolor.
Cuando un hecho demoledor, como la muerte de un ser querido, irrumpe en nuestra vida, debemos llorarle lo justo y mirar de superarlo cuanto antes. Los tragos más difíciles de superar son los que, una vez superados, más nos fortalecen y nos dignifican. Mientras nos hallamos en plena superación, somos incapaces de atisbar con claridad la brillante recompensa de nuestro proceder; pero a buen seguro que los dioses nos tienen reservado un relajante baño de serenidad que hará las delicias de nuestra alma.

Puede que el razonamiento frío, distante e hiperracional que sobre la muerte hace el consejero Behrens nos ayude un poco:

-Conozco la muerte, soy uno de sus viejos empleados; créame, se la sobrestima. Puedo decírselo: no es casi nada. Pues todo lo que de cosas desagradables, en ciertas circunstancias, precede a ese instante en cuestión, no puede ser considerado como formando parte de la muerte, es lo que hay de más vivo y puede conducir a la vida y a la curación. Pero de la muerte, nadie que volviese de ella podría decir que vale la pena, pues no se la vive. Salimos de las tinieblas y entramos en las tinieblas. Entre esos dos instantes hay cosas vividas, pero nosotros no vivimos ni el principio ni el fin, ni el nacimiento ni la muerte; no tienen carácter subjetivo; como acontecimiento, no se hallan más que en el dominio de lo objetivo. Así pasa la cosa.
THOMAS MANN
La montaña mágica

Frivolizar con la muerte ha sido otra táctica que tampoco nos ha ido del todo mal. Nuestro lenguaje es un buen ejemplo de ello, pues está plagado de expresiones mortuorias que nada tienen que ver con la muerte real y que sirven para designar estados de ánimo de lo más diverso: podemos morimos de vergüenza, de miedo o de asco, pero también de risa, de pasión, de ganas por hacer algo o de ver a alguien. Si tenemos mucho apetito, “nos morimos de hambre”; si sedientos, de sed. Cuando estamos muy cansados, no dudamos en decir que “estamos muertos”. Si nos “morimos de aburrimiento”, no tenemos inconveniente en “matar el tiempo” de cualquier manera. Y si alguien nos incomoda reiteradamente, le soltamos: “¡Muérete!” o “¡Que te mueras!”. En el mundo del fútbol, "rematar" bien es indicio de gol y los "mates" de baloncesto pueden ser realmente espectaculares. Y cuando jugamos al ajedrez estamos deseando de pronunciar: “¡Jaque mate!”. Incluso recuerdo que, de pequeña, solíamos “jugar a matar”, era un juego de pelota, en el que se formaban dos bandos y teníamos que ir eliminando a los jugadores del otro equipo, “matándole” con el balón. En fin, ya sabéis lo que dice el refrán: “El muerto al hoyo, y el vivo al bollo”.

La muerte es un trance de la vida, y se presente como se presente, nada podemos hacer contra ella. Mejor tomárselo con filosofía, tratando de quitarle hierro y no permitiendo que nos ultraje con la amenaza de su presencia, ni nos acobarde. La vida es una aventura, y como tal debemos disfrutarla, sin perder la cabeza ni el ánimo:

La aventura podrá ser loca, pero el aventurero debe ser cuerdo.
GILBERT K. CHESTERTON
El hombre que fue Jueves


Os propongo despedirnos de la muerte, encaramándonos de nuevo a una de las cimas de La montaña mágica de THOMAS MANN:

Nuestra muerte es más un asunto de los que nos sobreviven que de nosotros mismos. Tanto si recordamos eso o no por el momento, esas palabras de un sabio malicioso son, en todo caso, valederas para el alma: “Mientras existimos, la muerte no existe, y, cuando la muerte existe, no existimos nosotros”; por consiguiente, entre la muerte y nosotros no hay ninguna relación real; es una cosa que no nos atañe absolutamente en nada, que atañe todo lo más al mundo y a la naturaleza, y por eso todos los seres la contemplan con una gran tranquilidad, con una indiferencia, con una irresponsabilidad y una inocencia egoístas.

MAX.- Latino, entona el gori-gori.
DON LATINO.- Si continúas con esa broma macabra, te abandono.
MAX.- Yo soy el que se va para siempre.
DON LATINO.- Incorpórate, Max. Vamos a caminar.
MAX.- Estoy muerto.
Luces de Bohemia
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN


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